martes, 18 de septiembre de 2012

LA JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y LA APLICACIÓN DE LOS PRINCIPIOS DE RAZONABILIDAD,  PROPORCIONALIDAD, TIPICIDAD Y TAXATIVIDAD EN LOS PROCESOS SANCIONADORES DISCIPLINARIOS



SUMILLA: I. A modo de introducción. II. La definición de los principios de razonabilidad y proporcionalidad. II. La aplicación del principio de legalidad y los subprincipios de tipicidad y taxatividad en los proceso sancionadores. III. Análisis de la posición oscilante de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. IV. Reflexiones finales.

I. A MODO DE INTRODUCCIÓN


Desde mucho tiempo atrás, los procesos disciplinarios en sede administrativa estuvieron enmarcados única y exclusivamente en la antigua – aunque aún vigente - ley de bases de la carrera administrativa (Decreto Legislativo 276) y su Reglamento el Decreto Supremo Nº 005-90-PCM.

Posteriormente, a partir del año 2001, comienza a regir la novísima ley del procedimiento administrativo general, la misma que - entre otras cosas - contenía un sub capítulo dedicado a regular el procedimiento sancionador, estableciendo en su artículo 230º diversos principios que regían la potestad sancionadora de la administración pública, además de algunos otros aspectos concernientes a dicho tema, redefiniéndose así el marco jurídico que hasta entonces se había venido aplicando en todo proceso disciplinario.

No obstante, en la medida que se fue utilizando con mayor frecuencia el proceso de amparo constitucional para atacar las decisiones de la administración en materia de sanciones, fue nuestro Tribunal Constitucional quien se arrogó la potestad de establecer las nuevas reglas, no solo en sede administrativa (es decir en el sector público), sino también en la corporativa particular, lógicamente desde la perspectiva del derecho constitucional, único referente válido para cualquier órgano de control constitucional del mundo.

Ocurre sin embargo, que en algunos casos que datan de varios años atrás, el Tribunal Constitucional recurrió a conceptos como “debido proceso sustantivo” para corregir algunos excesos de la administración pública en la aplicación de sanciones laborales, aplicando los consabidos  principios de razonabilidad y proporcionalidad cuando la sanción impuesta al justiciable había sido notoriamente desproporcionada o, en todo caso, irrazonable.

Ahora bien, a estos principios ampliamente desarrollados por el Tribunal Constitucional, se sumaron luego algunos otros como el de la legalidad y los sub principios de tipicidad y taxatividad, lo cuales han servido como parámetro para determinar en qué casos la sanción impuesta no solo ha sido razonable y proporcionada a la intensidad de la falta o infracción cometida, sino también si esta se encontraba o no regulada y descrita expresamente por la norma correspondiente, incluida la sanción respectiva.
  
En esta ocasión, examinaremos, con el mayor detenimiento posible el decurso de la jurisprudencia – no vinculante por cierto – del Tribunal Constitucional en esta materia, seleccionando para ello tres casos, si no emblemáticos, que tuvieron alguna repercusión mediática y fueron objeto de intensas discusiones. Se trata del proceso de amparo interpuesto por Carol Luz Sáenz Lumbreras contra el SENATI (Exp. Nº 1182-2005-PA/TC); el caso Pablo Cayo Mendoza contra la Municipalidad Distrital de Chorrillos (Exp. Nº 03169-2006-PA/TC) y el amparo instaurado por Rodolfo Oroya Gallo contra la Universidad San Ignacio de Loyola (Exp. N 00535-2009-PA/TC). En los tres procesos se evidencias situaciones más o menos coincidentes pero a pesar de ello el TC adoptó soluciones distintas, jugando siempre con los conceptos y categorías ya antes referidas para justificar su decisión, ya sea estimando o desestimando la demanda.
  
Nuestra intención no es otra que desnudar la forma como el TC administra justicia constitucional, dependiendo generalmente de los actores o de las partes involucradas y algunas veces del temperamento o criterio subjetivo de quienes integran sus salas. Y si bien es cierto que en ninguno de los tres casos comentados se ha dejado sentada jurisprudencia vinculante alguna, sin embargo sí habrán de servir como elemento de juicio para futuros casos similares dentro de lo que podríamos denominar “doctrina jurisprudencial”.


II.  LA DEFINICIÓN DE LOS PRINCIPIOS DE RAZONABILIDAD Y PROPORCIONALIDAD                      

En cuanto al principio de razonabilidad, el TC ha dicho que se trata de “ ….un criterio íntimamente vinculado a la justicia y está en la esencia misma del Estado constitucional de derecho. Se expresa como un mecanismo de control o interdicción de la arbitrariedad en el uso de las facultades discrecionales, exigiendo que las decisiones que se tomen en ese contexto respondan a criterios de racionalidad y que no sean arbitrarias”. Agrega el TC que esto “…implica encontrar justificación lógica en los hechos, conductas y circunstancias que motivan todo acto discrecional de los poderes públicos”.
  
Respecto al principio de proporcionalidad, el TC ha señalado que “En efecto, es en el seno de la actuación de la Administración donde el principio de proporcionalidad cobra especial relevancia, debido a los márgenes de discreción con que inevitablemente actúa la Administración para atender las demandas de una sociedad en constante cambio, pero también, debido a la presencia de cláusulas generales e indeterminadas como el interés general o el bien común, que deben ser compatibilizados con otras cláusulas o principios igualmente abiertos a la interpretación, como son los derechos fundamentales o la propia dignidad de las personas.

Como bien nos recuerda López González, “En la tensión permanente entre Poder y Libertad que protagoniza el desenvolvimiento del Derecho Público y por ello también el del Derecho Administrativo, el Estado de Derecho a través de la consagración que formula el principio de legalidad y de la garantía y protección de los derechos fundamentales, exige un uso jurídico proporcionado del poder, a fin de satisfacer los intereses generales con la menos e indispensable restricción de las libertades”[2].
  
Este principio se encuentra estructurado en tres subprincipios: a) el de idoneidad o de adecuación; b) el de necesidad; y c) el de proporcionalidad en sentido estricto. De más está decir que estos subprincipios  adquieren importancia cuando se torna indispensable hacer un ejercicio de ponderación o balancing.


III. LA APLICACIÓN DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y LOS SUBPRINCIPIOS DE TIPICIDAD O TAXATIVIDAD EN LOS PROCESO SANCIONADORES

A partir de la STC0010-2002-AI/TC el Tribunal Constitucional ha dejado establecido que el principio de legalidad exige que las conductas prohibidas estén claramente delimitadas por la ley, prohibiéndose tanto la aplicación por analogía, como también el uso de cláusulas generales e indeterminadas en la aplicación de las prohibiciones.

Dicho principio de legalidad exige que para la aplicación de una sanción se cumpla con tres requisitos: a) la existencia de una ley (lex scripta); b) que la ley sea anterior al hecho sancionado (lex praevia); y  c) que el hecho esté expresamente determinado (lex certa) conforme lo establece el artículo 2º numeral 24) inciso d) de la Constitución. Es aquí donde tenemos referirnos a los subprincipios de tipicidad  o taxatividad, pues estos exigen que la conducta se encuentre sancionada en la norma y que además de ello se encuentre descrita o establecida en forma precisa por aquella.

En este orden de cosas, tenemos que en estricto no se cumpliría con estos subprincipios en aquellos casos en los que nos encontramos con normas abiertas o abstractas en las que el hecho sancionado es impreciso, permitiendo que el operador o aplicador de la norma recurra a interpretaciones subjetivas o arbitrarias. Esto podría ocurrir, por ejemplo, si se estableciera que son sancionables actos contra las buenas costumbres o contra la moral, o cuando se hace referencia a actos análogos o similares a los descritos sin especificar cuáles serían tales conductas sancionables.


IV.  ANALISIS DE LA POSICIÓN OSCILANTE DE LA JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Conforme ya lo habíamos sostenido anteriormente, el tema abordado en este trabajo se habrá de centrar en tres casos resueltos por nuestro Tribunal Constitucional y en los que se han expuesto tesis encontradas y disímiles pese a que en esencia se trataba de situaciones ciertamente análogas.

El primero de los antes referidos casos, es el recaído en el Exp. N° 1182-2005-PA/TC (caso Carol Luz Saenz Vs. SENATI). Se trata de una demanda de amparo interpuesta por una estudiante expulsada del SENATI por haber sido sorprendida besándose con su enamorado en uno de los baños de damas de dicha institución de educación técnico industrial. La entidad demandada alegaba en su defensa que el comité de disciplina se había limitado a aplicar la sanción prevista en el numeral 9 inciso e) del Manual de Conducta Social y laboral de la formación profesional para aprendices y alumnos del Senati, pues la señorita Saenz incurrió en actos “reñidos contra la moral y las buenas costumbres” que son considerados falta grave por su reglamentación disciplinaria interna.

Al dilucidar la controversia, el TC comienza sosteniendo que “la potestad sancionadora de todas las entidades está regida – adicionalmente – por los principios de legalidad, tipicidad, debido procedimiento, razonabilidad, tipicidad, irretroactividad, causalidad, presunción de licitud, entre otros”[i].En buena cuenta el supremo intérprete de la Constitución se reafirma en los principios y subprincipios que enmarcan el accionar de la administración pública en los procesos sancionatorios o disciplinarios.  Posteriormente, considera que la institución  Reglamento disciplinario otra sanción de menor intensidad que la de expulsión para la falta tipificada (actos reñidos contra la moral y las buenas costumbres), el comité de disciplina no tuvo otra alternativa que aplicársela a la demandante.

Lo curioso es que el TC estima que en el caso específico “-actos reñidos con la moral y las buenas costumbres-,”  el grado de certeza exigible a la conducta prohibida “puede ser complementado” mediante reglas básicas del sentido común, toda vez que la Moral es la ciencia que trata del bien en general. Con ello el Tribunal nos envía dos mensajes: a) que la norma prevista por el reglamento del Senati no es abierta y que en todo caso, se podría establecer qué es inmoral o contrario a las buenas costumbres con solo recurrir al sentido común; y, b) que siendo la Moral la ciencia del bien, darse besos con la pareja sería lo contrario a ello, es decir algo malo o inmoral.

Por último, en cuanto a la proporcionalidad de la medida adoptada, es decir la sanción de expulsión impuesta a la estudiante, el TC lejos de analizar si la institución educativa cumplió o no con dicho parámetro, opta por salir por la tangente sosteniendo que pese a que la sancionada tenía una buen record académico y disciplinario e incluso era puntual en el pago de sus cuotas, sin embargo al comité de disciplina no le quedó otra opción que aplicarle la única y por cierto más grave sanción prevista por los reglamentos, pues “no es facultad de quien tiene a su cargo el proceso por faltas disciplinarias graves penadas por el reglamento, o de quien ejecute el castigo a imponerse de resultas del mismo graduar la razonabilidad de la sanción a imponerse…” Por lo mismo, considera que el Senati ha cumplido con el principio de legalidad, aún cuando pudiese considerase que la sanción era excesiva o desproporcionada en relación a la falta cometida.

La lectura de la línea de argumentación del TC nos revela que éste estaría convalidando la aplicación de medidas irrazonables o desproporcionadas a condición de que éstas provengan de una norma que haya cumplido con los tres requisitos ya anteriormente reseñados (lex scripta, lex praevia, lex certa), con lo cual contradice abiertamente las pautas de razonabilidad y proporcionalidad que ha utilizado en innumerables casos semejantes, enmendándole la plana a cuanto tribunal de honor o disciplinario se le haya puesto al frente con medidas excesivas.

Resulta por lo tanto extraño que no obstante respaldar el accionar del comité disciplinario del Senati en este caso, no haya sido el propio Tribunal Constitucional el que haya graduado la magnitud de la sanción, estableciendo que correspondería – en todo caso – una de menor intensidad en aras de la magnitud  de los hechos, de la falta incurrida y de la trascendencia que ésta pudiese haber tenido en la comunidad educativa involucrada. Pero sobre todo – somos de la opinión – que bien pudo hacer prevalecer el derecho de la expulsada a culminar sus estudios, los cuales según se desprende de la sentencia analizada, venían siendo exitosos.

El segundo caso (Exp. N° 03169-2006-PA/TC) trata de la demanda de amparo interpuesta por don Pablo Cayo Mendoza contra la Municipalidad distrital de Chorrillos, a consecuencia de su despedido por haber incurrido en falta grave consistente en acudir ebrio a su centro de labores. En este proceso el demandante alegó que el trasfondo de la sanción era una venganza de la autoridad edil por haberse afiliado al Sindicato de Trabajadores Municipales de Chorrillos (lo cual por cierto jamás quedo acreditado). Sucede que el día 9 de mayo del 2004 el accionante se presentó a trabajar evidenciando signos de embriagues, negándose además a someterse a un examen de dosaje etílico, lo que fue constatado policialmente.

En su sentencia el TC comienza haciendo alusión al principio de legalidad y el derecho al debido proceso, sosteniendo que tal como ya lo había establecido en su STC 0010-2002-AI/TC “el principio de legalidad exige que las conductas prohibidas estén claramente delimitadas por la ley, prohibiéndose tanto la aplicación por analogía, como también el uso de cláusulas generales e indeterminadas en la tipificación de las prohibiciones”. Pero allí no termina de recordar sus pautas, pues a continuación (fundamento 6, segundo párrafo), agrega que “….en el ámbito disciplinario laboral, el principio de legalidad se manifiesta o concretiza mediante el subprincipio de tipicidad o taxatividad, que impone que las conductas prohibidas (entiéndase faltas laborales) que conllevan sanciones de índole laboral estén redactadas con un nivel de precisión suficiente que permita a cualquier trabajador de formación básica comprender sin dificultad lo que se está proscribiendo, bajo amenaza de imponerse alguna sanción disciplinaria prevista por ley”.

Así, ante la evidencia de que en el caso del trabajador Cayo Mendoza se cumplía con el principio de legalidad y de taxatividad, el TC recurre a otro argumento para enervar la sanción que se le impuso, esgrimiendo que el despido sufrido por dicha persona violaba el derecho constitucional al debido proceso sustantivo debido a que la Municipalidad emplazada al momento de aplicarle la sanción lo hizo en contravención a los principios de razonabilidad y proporcionalidad, pues según el artículo 83° del propio Reglamento Interno de Trabajo de la Municipalidad “…..las sanciones disciplinarias de amonestación verbal o escrita, suspensión en su labores o despido, se aplicarán en función de la gravedad de la falta cometida, la categoría, la antigüedad y los antecedentes disciplinarios del trabajador”.

En tal sentido, el TC opta por establecer que la sanción impuesta al señor Cayo era desproporcionada e irrazonable, dado que si bien incurrió en falta grave al acudir ebrio a su centro de labores, en ningún momento actuó con violencia, injuria o faltamiento de palabra verbal o escrita en agravio del empleador, del personal jerárquico o de otros trabajadores ni mucho menos ocasionó daños al patrimonio ni al acervo documentario de la Municipalidad emplazada, por lo que debió imponérsele cualquiera de las otras sanciones menos gravosas. Obviamente, el TC termina declarando fundada la demanda y disponiendo la reincorporación del señor cayo a su centro de trabajo.

Como podemos advertir, a diferencia del caso Carol Luz Saenz, en el que acabamos de analizar, el TC se muestra particularmente exigente en cuanto a la taxatividad de las normas que establecen faltas, afirmando que estas deben ser precisas y exactas y en ningún momento aduce que si fuesen abstractas o ambiguas, bastaría recurrir al sentido común para aplicarlas. Llama también la atención cómo el supremo intérprete de la Constitución recurre al argumento de la razonabilidad y proporcionalidad de la sanción impuesta al trabajador municipal para atenuar su falta so pretexto de que éste tuvo un buen comportamiento mientras estuvo -aunque ebrio - en su centro de labores el día de los hechos que motivaron su despido. Es decir, en este caso sí contaron los antecedentes y conducta del infractor para anular la sanción impuesta, mientras que en el caso de la señorita estudiante del Senati, había que aplicar a rajatabla el reglamento disciplinario, sin miramiento ni atenuante alguno.

Finalmente, tenemos el caso del estudiante universitario Rodolfo Oroya Gallo (Exp. 00535-2009-PA/TC) quien interpone un proceso de amparo al haber sido expulsado por medida disciplinaria de la Universidad San Ignacio de Loyola bajo el cargo de consumo de marihuana en el interior del campus universitario.

En este caso, el TC recurre al argumento de que “……el establecimiento de disposiciones sancionatorias, tanto por entidades públicas como privadas, no puede circunscribirse a una mera aplicación mecánica de las normas, sino que se debe efectuar una apreciación razonable de los hechos en cada caso concreto, tomando en cuenta los antecedentes personales y las circunstancias que llevaron a cometer la falta. El resultado de esta valoración llevará a adoptar una decisión razonable y proporcional”. Más adelante, en el fundamento 16 de su sentencia, el TC nos dice que la razonabilidad es un criterio íntimamente vinculado a la justicia “……lo que implica encontrar justificación lógica en los hechos, conductas y circunstancias que motivan todo acto discrecional de los poderes públicos.

En el fundamento 18 inclusive el máximo contralor de la Constitución nos recuerda que “la comprensión objetiva y razonable de los hechos que rodean al caso, que implica no sólo una contemplación en “abstracto” de los hechos, sino su observación en directa relación con sus protagonistas, pues sólo así un “hecho” resultará menos o más tolerable, confrontándolo con los antecedentes del servidor, como ordena la ley en este caso”. Agrega, luego, que “Una vez establecida la necesidad de la medida de sanción, porque así lo ordena la ley correctamente interpretada en relación a los hechos del caso que han sido conocidos y valorados en su integridad, entonces el tercer elemento a tener en cuenta es que la medida adoptada se ala más idónea y de menor afectación posible a los derechos de los implicados en el caso”.  En otros términos, el Tribunal nos dice que pese a la evidencia de la falta incurrida y a que ésta se encuentre prevista por la ley, al momento de aplicar la sanción, debemos de tener en cuenta otros criterios a efectos de minimizar el daño que se pudiese generar al infractor con la pena a imponérsele.

Es por ello que en el caso el TC decide tomar en cuenta que de acuerdo a los exámenes toxicológicos que se le tomaron al estudiante sancionado, éste no era un consumidor adicto ni asiduo, sino tan solo circunstancial y que además destacaba en sus estudios ocupando el tercio superior de su aula, lo que aunado al hecho de que se encontraba en el último semestre de su carrera profesional, se hacía necesario ponderar o graduar la sanción a efectos de no generarle un daño mayor que afectaría su desarrollo personal así como su derecho a la educación. Por tanto, el TC estimó que la decisión de la Universidad era violatoria del principio constitucional de interdicción de la arbitrariedad y que se trataba de una medida desproporcionada en razón a que la estructura del régimen  disciplinario es ambigua e indeterminada, afectando los principios de proporcionalidad y razonabilidad reconocidos en los artículos 3°, 43° y 200° de la Constitución.

Para justificar su decisión, el TC aduce que la relación entre las faltas tipificadas y las sanciones previstas en varios artículos del Reglamento General de Estudios de la Universidad emplazada tiene un grado de ambigüedad e indeterminación que podría condicionar un juicio de valor que no sería discrecional, sino arbitrario, lo que lo hace contrario al principio de taxatividad o tipicidad  de las normas sancionatorias.

Es sin embargo relevamente que en el fundamento 36 de su sentencia el TC admite que el consumo de drogas es grave, pero a continuación agrega que al no   establecerse una sanción específica a cada conducta, ello provoca una sensación de inseguridad jurídica en el infractor al no saber qué pena le correspondería de incurrir en ella. Pues es obvio que si el mismo Tribunal nos está diciendo en el fundamento 27 que el consumo de marihuana en el recinto universitario amerita una sanción grave y posteriormente en los fundamentos 36 y 37 vuelve a reiterar la gravedad de dicha conducta, valdría la pena preguntarse si cabe aún – desde el punto de vista de la más elemental lógica – aseverar que no se puede imponer la sanción más severa a dicho acto porque el reglamento disciplinario no es claro ni preciso. Creemos que en este caso las respuestas a nuestra interrogante sobran y se explican por sí mismas.

Desde luego, en este caso en particular, el Tribunal Constitucional declara fundada la demanda, aunque se cuida de precisar que con ello no está justificando el consumo de drogas en los establecimientos universitarios, aún cuando revela una vez más un tratamiento distinto y discriminatorio frente al caso de la estudiante del Senati, pese a que desde todo punto de vista su falta no podía – ni de lejos - equipararse a la del estudiante Oroya.  


IV. REFLEXIONES FINALES

De lo antes expuesto, podemos concluir que los hechos demuestran la existencia de criterios contrapuestos de quienes integran nuestro máximo órgano jurisdiccional en materia constitucional al momento de resolver casos que se fundan en situaciones análogas.

Después de todo, haciendo un balance general de todo lo analizado en las líneas precedentes, podríamos afirmar que para nuestro Tribunal Constitucional, besarse con la pareja en el interior de un baño constituye una falta contra la moral y las buenas costumbres que justifican una sanción tan grave como la expulsión del infractor, mientras que concurrir a trabajar en estado de ebriedad – siempre que el beodo se comporte a la altura de las circunstancias – o consumir marihuana en el campus de una universidad son conductas que deben ser sancionadas en forma proporcional a los antecedentes personales de los infractores y en todo caso, en función al grado de perjuicio que se les pudiese causar con la sanción a imponérseles.

Ello nos lleva a la inevitable reflexión de si a veces en casos como los aquí explicados el TC termina convirtiéndose en el primer discriminador de las personas, aunque ciertamente no podemos saber las motivaciones de su reprochable conducta.



[2] STC EXP. N.° 2192-2004-AA /TC



[i] Ver fundamento  12 de la referida sentencia

viernes, 27 de julio de 2012


LA CONSTITUCIONALIDAD DE LAS RESTRICCIONES A LAS LIBERTADES PERSONALES EN LAS INSTITUCIONES Y LOCALES ABIERTOS AL PÚBLICO


SUMILLA: I. A modo de introducción. II. La protección constitucional de los derechos fundamentales de la persona. III. El ejercicio de las libertades públicas según la Constitución y los tratados sobre derechos humanos. IV. Limitaciones y restricciones al ejercicio de los derechos fundamentales. V. Juicio de ponderación entre derechos y valores constitucionales en juego. VI. Las necesidades de preservar las libertades públicas esenciales en los locales abiertos al público. VII. Conclusiones y reflexiones finales.

I. A MODO DE INTRODUCCIÓN

Desde hace buen tiempo, y a consecuencia del adelanto de la tecnología, el uso de los medios de comunicación modernos por los ciudadanos se ha expandido exponencialmente,  a tal punto que las últimas cifras estadísticas demuestran que en nuestro país casi hay un teléfono celular por cada habitante y hay quienes posen más de uno de estos equipos. Esta situación ha traído como consecuencia que las personas logren una mejor comunicación y en tiempo real, permitiendo un mayor dinamismo de las relaciones sociales, laborales, comerciales y empresariales, y en general de toda índole.

Sin embargo, por otra parte, en forma paulatina algunas instituciones, tanto públicas como privadas, han venido imponiendo limitaciones y restricciones en el uso de los medios de comunicación personal como los radio teléfonos y los celulares dentro de sus sedes y locales abiertos al público, generalmente sin explicar las razones que justifican la medida restrictiva, aunque en algunas ocasiones se alegan supuestas “razones de seguridad”. Dichas restricciones suelen estar advertidas en simples avisos adosados a las paredes o columnas en los que se comunica a las personas que encuentra prohibido el uso de celulares, radios, armas de fuego, cámaras de fotografía y video y últimamente – inclusive - el uso de gorras y gafas para el sol. Desde luego, tales disposiciones han sido adoptadas por los departamentos de seguridad de las empresas financieras y no tienen sustento en norma legal alguna.

Las modalidades y alcances de las restricciones varían dependiendo del tipo de institución a la que se acuda a efectuar alguna actividad, gestión o trámite. Así, por ejemplo, en la actualidad casi todos los centros comerciales y supermercados cuentan con carteles en los que se advierte a sus ocasionales o habituales clientes que no está permitido el uso de cámaras fotográficas y filmadoras o que no se puede ingresar con mascotas. Usualmente estos avisos están ubicados al lado de otros en los que se recuerda que “no está permitido fumar en lugares públicos como este”, ello en cumplimiento de lo establecido en la ley N° 28705. Por su parte, las instituciones bancarias y financieras exhiben avisos en los que advierten la prohibición de usar celulares, radios, armas, e incluso ingresar con gorras y anteojos oscuros. Del mismo modo, instituciones públicas como la SUNAT y la SUNARP también prohíben el uso de celulares en todos sus locales abiertos al público, sin mediar justificación o razón alguna para adoptar semejante medida limitativa.

Esta situación ha hecho que muchos ciudadanos nos preguntemos hasta que punto es legítimo, desde una perspectiva constitucional, imponer limitaciones y restricciones a los usuarios en algunos establecimientos públicos y de qué modo éstas afectan la esfera de libertad individual de las personas. Obviamente, la interrogante tiende a ser esencialmente relevante en la medida que la dinámica actual exige que los ciudadanos recurramos al uso de la tecnología para mejorar nuestra calidad de vida y nuestro desenvolvimiento social. Incluso, en la mayoría de los casos, la utilización de los medios de comunicación es indispensable para la realización de las actividades laborales y sociales cotidianas e incluso mantenernos en contacto con nuestros allegados.     

II. La protección constitucional de los derechos fundamentales de la persona.
Uno de los fines esenciales de toda Constitución es garantizar y proteger los derechos fundamentales de la persona en tanto derechos públicos subjetivos, lo que  nos permite oponerlos a todo exceso en que incurra el Estado o quienes detentan la autoridad en su nombre. Como acertadamente lo sostiene Prieto Sanchis [1], “A diferencia de los derechos privados, los fundamentales se han reconocido tradicionalmente como pretensiones frente a la comunidad política, frente al Estado y últimamente también, frente a los particulares”. La posibilidad de que los particulares vulneren derechos fundamentales está prevista por la propia Constitución al regular los procesos constitucionales de hábeas corpus y amparo estableciendo que éstos proceden ante la acción u omisión de cualquier autoridad, funcionario o persona.
Para Tomás de Domingo[2], […]“los derechos fundamentales son propiamente lo justo, aquello reconocido y/o atribuido a cada ciudadano mediante normas de rango constitucional, mientras que la dignidad es el título en que se funda dicho reconocimiento y/o atribución. Los derechos fundamentales se convierten en el criterio básico de justicia: aquellas acciones – tanto de particulares como de poderes públicos – y normas que los lesionen podrán calificarse de injustas y, por lo tanto, sería lógico que el ordenamiento jurídico dispusiera de mecanismos adecuados para reaccionar frente a ellas”.
Pero los derechos fundamentales tienen una doble dimensión: a) Dimensión subjetiva: otorgan facultades a las personas que estas pueden hacer valer en circunstancias específicas; b) Dimensión objetiva: positivizan valores sociojurídicos básicos pues son el fundamento del orden político y de la paz social. De esta dimensión objetiva se infiere la exigencia de una promoción activa de los mismos por parte de los poderes públicos (vinculación positiva), así como la fuerza expansiva de los derechos fundamentales. La atención concedida a la dimensión objetiva ha llevado a formular la "teoría institucional de los derechos fundamentales", para la cual la importancia de los derechos fundamentales reside en crear un ambiente general respetuoso de los mismos. Esta teoría presta gran atención al desarrollo legal y la aplicación administrativa y judicial de los preceptos constitucionales, pero ha recibido acusaciones de antiindividualismo.
Por ello, la doble dimensión de los derechos fundamentales también puede expresarse sosteniendo que estos derechos son, al mismo tiempo, bienes individuales – dimensión individual o subjetiva – y bienes colectivos – dimensión institucional u objetiva[3].
Uno de los mayores problemas que se presentan hoy en día en el ámbito de los derechos humanos, radica en los constantes conflictos que se presentan cuando se trata de armonizar los derechos individuales con los derechos colectivos, los cuales necesariamente deben “convivir” en toda sociedad democrática y en los que unos siempre pretenden prevalecer sobre los otros. De allí que las constituciones modernas hayan optado más bien por reunir en la parte dogmática una buena parte de los derechos humanos bajo una serie de valores y principios que actúan como grandes directrices,  los cuales deben ser interpretados ontológica y teleológicamente.
Nuestra Norma Fundamental no escapa a ello cuando en su artículo 3° recoge los principios de dignidad de la persona, soberanía del pueblo, Estado democrático de derecho y forma republicana de gobierno. Pero aun va mas allá, cuando en el artículo 32° último párrafo establece que no pueden someterse a referéndum la supresión o la disminución de los derechos de la persona. Esto nos da una clara idea del elevado sitial que los derechos fundamentales ocupan hoy en día dentro de los sistemas constitucionales, sobre todo cuando el neoconstitucionalismo naciente a partir de la II Guerra Mundial ha avanzado sobreponiéndose al legalismo imperante en el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Buena parte de ese proceso de transformación se concertó desde que se promulgaron las Constituciones de Italia (1947), Alemania (1949), Portugal (1976) y España (1978) para las cuales la dignidad humana y el respeto a los derechos fundamentales de la persona son las bases en las que se fundamenta una ordenación justa de la comunidad política.

Sin embargo, a modo de complemento del catálogo de principios, derechos y valores reconocidos constitucionalmente, e incorporándose a ellos, se encuentran los tratados internacionales sobre Derechos Humanos, puesto que estos constituyen la génesis de los  denominados derechos fundamentales, en la medida que estos se van incorporando en el derecho positivo de los Estados a través de sus textos constitucionales.  Hoy en día, no es posible concebir un auténtico Estado constitucional de Derecho que no requiera de los tratados que conforman el sistema internacional de los derechos humanos pues estos vienen a constituir un verdadero bloque de constitucionalidad.    

III. El ejercicio de las libertades públicas según la Constitución y los tratados sobre derechos humanos.               

La parte dogmática de la Constitución recoge prácticamente la totalidad de los derechos y libertades públicas de las personas, las mismas que de modo extensivo y por vía interpretativa se complementan con aquellas que consagran los tratados sobre Derechos Humanos de conformidad con lo dispuesto en la cuarta disposición final de la Carta Fundamental. Aun cuando el catálogo constitucional describe de manera explícita el ámbito de los derechos y libertades públicas, no en todos ellos se establecen los límites explícitos y directos que condicionan  el ejercicio de tales derechos y libertades, pues muchos de ellos son implícitos o indirectos porque la norma constitucional deriva su regulación a la ley ordinaria.

Ahora bien, es necesario distinguir entre la titularidad de un derecho o libertad y su ejercicio, puesto que los límites y restricciones  afectan directamente el ejercicio del derecho y no  el derecho en sí mismo. Por lo mismo, si una persona ha sido privada de su libertad ambulatoria al ser condenada a pena de prisión efectiva, en esencia no se le extingue de modo absoluto su derecho a  la libertad individual, sino que en virtud a la medida punitiva se le restringe temporalmente su ejercicio en tanto dure la condena. Es más, incluso durante el cumplimiento de la condena en prisión el reo podrá ejercitar parte de esas libertades, pues hay una porción irreductible de las mismas que de forma alguna podrá ser afectada y que la doctrina y la jurisprudencia denominan el “núcleo duro” que protege  el contenido esencial de los derechos fundamentales. Este contenido esencial es considerado como el límite a los límites que pueden afectar a los derechos y libertades en aras de mantener valores constitucionalmente protegidos como el orden público, el interés social y la moral, por ejemplo.

Nuestro ordenamiento constitucional establece de modo general el derecho a la libertad y a la seguridad personales en el inciso 24) del artículo segundo y, en virtud a ello, el literal a) prescribe que [……] “nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe” [….]. A su vez, el literal b) señala que [……] “no se permite forma alguna de restricción de la libertad personal, salvo los casos previstos por la ley” […..]. Ambas normas garantizan ampliamente el ámbito de la libertad personal. La primera de ellas contiene lo que un sector de la doctrina ha denominado “la norma de clausura del sistema de libertades” en cuya virtud cabe preguntarse si todo lo que no está constitucionalmente prohibido u ordenado o, mejor dicho, todo lo que no puede ser prohibido o mandado con cobertura constitucional suficiente debe considerarse jurídicamente permitido. La respuesta a esta interrogante es particularmente compleja, pues los alcances y el sentido de la norma podrían variar dependiendo de la interpretación que los operadores jurídicos utilicen. Indudablemente una interpretación literal o gramatical nos llevaría a la conclusión de que ninguna limitación o restricción puede darse si no ha sido establecida por la propia Constitución o por la ley. En cambio, una interpretación finalista o teleológica por el contrario podría “relativizar” los alcances de ambas disposiciones en atención a la necesidad de armonizar el ejercicio de la libertad personal con otros derechos o libertades que pudiesen verse afectados o comprometidos por el uso ilimitado de la también denominada cláusula de cierre del sistema de libertades, sobre todo cuando el ordenamiento jurídico presenta vacíos o lagunas que la ley ordinaria no ha logrado cubrir, impidiendo el ejercicio abusivo de algún derecho constitucional que la Norma Fundamental proscribe en su artículo 103°.

Lo cierto es que hasta el momento la jurisprudencia emanada del Tribunal Constitucional no ha desarrollado los alcances de los literales a y b que integran el inciso 24 del artículo 2 de la Constitución, como tampoco se han establecido por dicha vía las pautas o criterios para una correcta aplicación de ambas prescripciones constitucionales.  Más adelante, al abordar el tema de los límites y restricciones a los derechos fundamentales procuraremos despejar estas dudas de la manera más racional posible.    
         
IV. Limitaciones y restricciones al ejercicio de los derechos fundamentales

Tanto las normas constitucionales y convencionales, así  como la doctrina y la jurisprudencia, admiten que los derechos fundamentales pueden ser  limitados o restringidos en cuanto a su ejercicio, dejándose en ese supuesto a salvo el denominado núcleo duro o contenido esencial de los derechos fundamentales que por su naturaleza es irreductible y viene a constituir  un límite a los límites.

Como acertadamente lo sostiene Prieto Sanchíz[4] “la afirmación de que los derechos fundamentales son limitados representa casi una cláusula de estilo en la jurisprudencia constitucional: no existen derechos ilimitados. Todo derecho tiene sus límites que, en relación con los derechos fundamentales, establece la Constitución por sí misma en algunas ocasiones, mientras en otras el límite deriva de una manera mediata o indirecta de tal norma, en cuanto ha de justificarse por la necesidad de proteger o preservar no solo otros derechos constitucionales, sino también otros bienes constitucionales protegidos”.  Para Carpio Marcos[5] “los derechos fundamentales, en cuanto elementos de un ordenamiento como lo es la Constitución, están sujetos a límites, ya sea para armonizar su ejercicio con otros derechos de su misma clase, ya sea con la finalidad de permitir la efectividad de otros bienes, principios o valores constitucionales. En el Estado constitucional de Derecho, en efecto, la regla general es que los derechos son susceptibles de ser limitados, siendo la excepción que sólo algunos de ellos puedan ser considerados absolutos”.

Sin embargo, no siempre se adoptó una postura uniforme sobre la relatividad de los derechos fundamentales. Por el contrario, hacia los comienzos del sistema internacional de los derechos humanos imperaban más bien los conceptos absolutistas de los derechos fundamentales, de modo que únicamente por excepción se consideraba que ciertos derechos podían ser limitados.
Al respecto, Brage Camazano[6] nos recuerda que durante mucho tiempo se ha sostenido que los derechos fundamentales o humanos estaban tan íntimamente ligados a la naturaleza humana que entre sus características había de encontrarse necesariamente la de que eran derechos de carácter absoluto. Y suele sostenerse que así, en efecto, los entendió la doctrina del siglo XVIII y se configuraron en la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 1776 y en el artículo 4 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, pues se inspiraron en una fundamentación jusnaturalista, fundamentación que en cierto grado era tributaria del concepto racionalista del Derecho natural y singularmente del pensamiento de Locke en virtud al cual cualquier restricción de  los derechos humanos era antinatural .

Con el avance de las sociedades modernas, cada vez se hace más necesario imponer ciertas restricciones al ejercicio de los derechos fundamentales a efectos de tornar más viable la convivencia en sociedad, pues suelen generarse situaciones de conflicto entre dos o más derechos fundamentales, los que en gran medida deben subsistir mediante los juicios de ponderación. Estos límites se justifican en la necesidad de preservar el derecho de los demás y sobre todo en mantener las normas de orden público, sin las cuales sería imposible mantener  la  paz social. Ahora bien, no todos los derechos pueden ser limitados. Hay algunos que por su propia naturaleza no son susceptibles de ser restringidos en cuanto a su ejercicio. Este es el caso del derecho a la dignidad, a la libertad de pensamiento o de conciencia, o  la libertad de creencias, pues no existe forma alguna por la cual el Estado, ya sea a través de las normas jurídicas, la administración pública, o incluso la judicatura, pueda imponer restricciones en razón a que no sería física ni jurídicamente posible.
     
En cuanto se refiere a la clasificación de los límites a los derechos fundamentales, Alexy[7], partiendo de su trascendental distinción entre reglas y principios, define a los límites a los derechos fundamentales como aquellas “normas que restringen la realización de principios iusfundamentales prima facie”. El jurista alemán agrega que una norma puede ser una restricción de derecho fundamental sólo si es constitucional. Si no lo es, su imposición puede, por cierto, tener el carácter de una intervención, pero no de una restricción. Aquí cabe distinguir entre normas de competencia y normas de mandato o prohibición dirigidas a los ciudadanos. Las normas de competencia más importantes para la teoría de las restricciones son establecidas por las reservas legales de los derechos fundamentales, sin portar la grada del edificio del orden jurídico en que se encuentren.

Respecto a las normas de mandato y prohibición, tiene importancia la distinción entre reglas y principios. Una regla (acorde con la Constitución) es una restricción de un derecho fundamental cuando, con su vigencia, en lugar  de una libertad iusfundamental prima facie o de un derecho fundamental prima facie aparece una no-libertad definitiva o un no-derecho definitivo de igual contenido.

Ahora bien, hay que señalar la necesidad de distinguir dos usos del término “limites” a los derechos fundamentales que tiene entre nosotros una significación sin duda anfibológica. Así, en uno de sus sentidos, entendemos por límites a los derechos fundamentales aquéllas normas de rango constitucional que, por medio de cláusulas de rango constitucional (ya sean expresas o tácitas), restringen o autorizan, bajo determinados presupuestos, a restringir derechos fundamentales, esto es, a recortar el ámbito inicialmente protegido por el derecho fundamental. Pero junto a esa significación normativa del concepto de límites a los derechos fundamentales, existe otra acepción más amplia no restringida a lo normativo ni siquiera a lo constitucionalmente legítimo: diríamos que, aunque cabe entender que los límites a un derecho fundamental son los supuestos normativos en que una intervención o afectación de un derecho fundamental está constitucionalmente justificada, tal concepto no es ni el más útil ni practicable u operativo en la práctica ni responde al uso habitual en la doctrina o en el lenguaje común. Tales hipótesis lo serían de límites legítimos a los derechos fundamentales, pero también cabe considerar como límites a los derechos fundamentales  a aquellas afectaciones no legítimas a uno de tales derechos. Así, el concepto “amplio” de límites abarcaría tanto a los límites constitucionalmente legítimos como a los legítimos y se identificaría, en el fondo, con el concepto de “intervención” o “injerencia” en el derecho fundamental[8].  

Por su parte, Borowski[9] al referirse a las teorías de las restricciones, nos dice que la teoría externa presupone la existencia de dos objetos jurídicos diferentes. El primer objeto es el derecho prima facie o derecho no limitado, el segundo la restricción de ese derecho. Como resultado de la restricción se obtiene el derecho definitivo o limitado. El examen de un derecho limitado se realiza necesariamente en dos pasos. En el primero se pregunta si la consecuencia jurídica buscada forma parte del contenido del derecho prima facie . Si esto es así, en un segundo paso se examina si el derecho prima facie ha sido limitado legítimamente en el caso concreto, de tal forma que ya no se tenga un derecho definitivo.

En cuanto se refiere a la teoría externa, Borowski indica que existe desde un inicio el derecho con su contenido determinado. Toda posición jurídica que exceda dicho derecho predeterminado no existe. Desde este punto de vista, hay sólo un objeto normativo: el derecho con sus límites concretos. Según un uso lingüístico generalizado, los límites del derecho son “inmanentes”. En el caso de los derechos no limitables, este límite no puede denominarse restricción. La restricción de un derecho es una disminución o una reducción del derecho. Algo que es del contenido del derecho antes de su restricción deja de serlo luego de dicha restricción. Si el derecho, en su acepción de derecho no limitable, tiene su alcance definido de antemano, su restricción se torna innecesaria e imposible.

Aludiendo a Morelli, Hernández Valle[10] sostiene que en primer lugar tenemos que hacer una distinción entre límites y limitaciones. Los primeros se refieren al derecho en sí, lo mismo que a la posición de la esfera de acción de un sujeto. Estos límites sirven para definir el contenido del mismo derecho, permaneciendo, por tanto, intrínsecos a su propia definición. Los límites internos constituyen, por consiguiente, las fronteras del derecho, más allá de las cuales no se está ante el ejercicio de éste, sino de otra realidad distinta. Las limitaciones, en cambio, que algunos llaman límites externos, son aquellos límites al ejercicio del derecho que impone el ordenamiento en forma general para todos, o bien específicamente para algunos de ellos. En general, las limitaciones o límites externos recogidos en las Constituciones son los siguientes: a) el orden público; b) la moral y las buenas costumbres; y, c) los derechos de tercero, y habría que agregar a todos ellos como una categoría adicional a los denominados deberes constitucionales.

Ahora, en cuanto a la forma como se presentan constitucionalmente los límites a lo derechos fundamentales, tenemos que estos pueden ser directos o indirectos, explícitos o implícitos. Así, se consideran límites directos a aquéllos que emanan del propio texto constitucional, especificándose los alcances de la limitación, o aquéllos que al menos tienen  fundamento en la Constitución. En cambio, los límites indirectos si bien tienen sustento constitucional, son impuestos por las normas subconstitucionales, pues es la ley la que establece en qué consiste la limitación y sus alcances. Debe asumirse, sin embargo, que tales limitaciones establecidas legalmente en ningún caso pueden vaciar de contenido al derecho o libertad en juego, pues de lo contrario se estaría yendo más allá de lo que el thelos constitucional ha querido determinar.

En cuanto se refiere a lo límites explícitos, éstos son aquellos que de manera expresa y literal se hallan en el entramado constitucional, de modo tal que frente a ellos no cabe hacer inferencia alguna. En cambio, los límites implícitos si bien no están expresamente establecidos, sin embargo son indispensables para mantener y preservar otros derechos fundamentales o bienes constitucionales (como sería el caso de la seguridad pública).  Estos límites implícitos se basan en el principio de unidad de la Constitución y la totalidad del orden de valores protegidos por ella. Empero, la doctrina nos dice que no es válido aplicar límites implícitos sino tan solo mediante la ponderación judicial cuando se presentan conflictos o colisión entre dos o más derechos fundamentales. Por lo tanto, queda claramente establecido que ninguna autoridad o funcionario ni persona particular, natural o jurídica, podría imponer legítimamente restricciones que no se encuentren establecidas expresamente por la Constitución o la ley.

V. JUICIO DE PONDERACIÓN ENTRE DERECHOS Y VALORES CONSTITUCIONALES EN JUEGO

Es importante tener en cuenta que, de presentarse una situación de enfrentamiento o conflicto entre derechos fundamentales, o entre estos y valores constitucionalmente protegidos, tan solo nos quedaría efectuar un juicio de ponderación a efectos de optimizar en la mayor medida posible los derechos fundamentales sometidos a limitaciones o restricciones sin afectar su núcleo duro o contenido esencial. Como ya lo habíamos anotado, tratándose de límites implícitos, al no estar expresamente establecidos por la Constitución o la norma subconstitucional, no resulta siendo legítimo y por ende constitucional imponerlos, de modo tal que si cupiese alguna restricción o limitación, ésta sólo podría imponerse a consecuencia de un conflicto de derechos fundamentales y a como resultado de un juicio de ponderación judicial. Es así que, en el caso que venimos planteando, es indudable que por un lado se encuentra en juego las libertades personales de  expresión y de comunicación e incluso al libre desarrollo de la personalidad que estarían siendo restringidas por las entidades bancarias y algunas instituciones estatales con locales abiertos al público, pese a no existir norma legal alguna que lo permita, y por otra parte se encontraría en juego el valor seguridad ciudadana que probablemente sería el esgrimido por las instituciones aludidas.

Siendo ello así, necesariamente tendríamos que establecer, en primer término, si las medidas restrictivas impuestas a los ciudadanos que cotidianamente acuden a las sedes de los Bancos comerciales  y a los locales de algunas instituciones como la Superintendencia de Administración Tributaria o la Superintendencia Nacional de los  Registros Públicos tienen sustento constitucional, es decir, si se encuentran establecidas de modo expreso por la Norma Fundamental y, en segundo término, si existe alguna norma con rango de  ley que las prescriba. Tras una sencilla verificación, podemos advertir que no existe disposición constitucional ni legal  que prescriba la prohibición de hablar por teléfono celular o radio, ni mucho menos el ingresar a los locales bancarios con gorras o lentes oscuros, más aún cuando estas últimas afectarían severamente el libre desenvolvimiento de la personalidad que tanto la Constitución como los tratados sobre Derechos Humanos garantizan. Por lo mismo, tan solo restaría establecer si tales restricciones estarían explícitamente recogidas en las normas constitucionales, pero para ello necesariamente tendríamos que recurrir a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que, aplicando los cánones de interpretación constitucional reconocidos por la doctrina, haya dejado establecido algunos criterios sobre el particular. Lamentablemente, tal como ya lo habíamos adelantado en los acápites anteriores, aún cuando el Tribunal Constitucional ha hecho referencia a los límites implícitos de los derechos constitucionales, no ha incidido sobre dicho tema ni desarrollado lineamientos sobre el particular.

Convendría, sin embargo, determinar en qué medida las limitaciones o restricciones que hoy en día se imponen a los usuarios de las entidades bancarias y algunas dependencias de la administración del Estado se justifican racionalmente, más allá de que estas no se encuentren amparadas en norma constitucional ni legal alguna. Para ello, necesariamente tendríamos que recurrir a los principios de razonabilidad y de proporcionalidad, así como a los subprincipios que la doctrina y la jurisprudencia han desarrollado ampliamente.  

Como bien sabemos, el principio de proporcionalidad está compuesto por los subprincipios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Estos subprincipios se aplican de una manera sucesiva y escalonada, pues lo primero que hay que determinar es si la norma legal o la medida de intervención en el derecho es idónea. En caso de no serlo, debe ser declarada inconstitucional. Si por el contrario, la norma legal o la medida de intervención supera las exigencias de este primer subprincipio, debe ser sometida al análisis o test de necesidad y, si sale airosa, finalmente al escrutinio de proporcionalidad en sentido estricto. En caso de que la norma o medida restrictiva o limitativa no supere las exigencias de estos dos subprincipios también deberá ser declarada inconstitucional.  

En cuanto al subprincipio de idoneidad, Bernal Pulido[11] nos dice que también se le conoce con el nombre de subprincipio de adecuación. De acuerdo con este subprincipio, toda intervención en los derechos fundamentales debe ser adecuada para contribuir a la obtención de un fin constitucionalmente legítimo. Según esta definición, el subprincipio de idoneidad impone dos exigencias a toda medida de intervención en los derechos fundamentales: en primer lugar, que tenga un fin constitucionalmente legítimo y, en segundo término, que sea idónea para favorecer su obtención.

En cuanto al subprincipio de necesidad, el citado autor nos dice que toda medida de intervención en los derechos fundamentales debe ser la más benigna con el derecho fundamental intervenido, entre todas aquéllas que revisten por lo mismo la misma idoneidad para contribuir a alcanzar el objetivo propuesto. Ahora bien, la aplicación del subprincipio de necesidad presupone la existencia de por lo menos un medio alternativo a la medida adoptada por el legislador. Si no existen medios alternativos, resulta imposible efectuar la comparación entre éstos y la medida legislativa, para determinar si alguno de aquéllos cumple las dos exigencias del subprincipio de necesidad. El análisis de necesidad es una comparación entre medios, a diferencia del examen de idoneidad, en el que se observa la relación entre el medio legislativo y su finalidad.

No obstante, llevados estos principios y subprincipios a los casos concretos que motiva esta ponencia, tenemos que la solución al problema planteado necesariamente pasa por someter las medidas limitativas o restrictivas al juicio de ponderación. Así, refiriéndonos en primer término a las instituciones bancarias en tanto entidades de derecho privado, es muy probable que éstas argumenten que la prohibición de utilizar radios o teléfonos celulares dentro de sus oficinas de atención al público se hace indispensable por razones de seguridad. Ahora bien, en este punto cabría a la vez preguntarnos si la seguridad que se aduce es  la de los clientes y usuarios o la de los caudales y valores que custodian, o bien la de todos ellos. Tratándose de entidades privadas, el ámbito de autonomía para decidir qué se puede hacer o no dentro de sus locales se relativiza puesto que se dedican a brindar servicios al público y en locales abiertos al público, situación que por cierto  sería sustancialmente distinta si se tratase de una institución privada que no tuviese esas características. Por lo tanto, podemos arribar a la conclusión que aún cuando el objetivo sea proteger los valores que los Bancos custodian, e inclusive la seguridad de sus usuarios frente a los potenciales peligros que la delincuencia organizada podría significarles, no es razonable ni se justifica una limitación absoluta a los derechos de libre expresión y libre comunicación, más aun cuando las medidas adoptadas terminan vulnerando de modo absoluto tales libertades públicas, pues ni siquiera admiten proporcionalidad o gradualidad alguna, salvo la de tener que abandonar la fila o  perder el turno ya ganado – a veces durante varias horas – para salir del local y poder hablar por teléfono.  Desde luego una argumentación en el sentido de privilegiar el valor seguridad pública no podría superar el test de necesidad, puesto que en todo caso, antes que recurrir a una medida tan extrema como lo es una prohibición absoluta de hablar por teléfono celular, la entidad prestadora del servicio tendría que buscar otros medios o mecanismos alternativos para proteger sus caudales y la alegada seguridad de los usuarios que en ningún caso impliquen una severa restricción – aunque temporal y espacial – a derechos fundamentales tan importantes como la libertad de expresión y de comunicación.

Por otra parte, en el caso de las instituciones públicas (SUNAT y SUNARP) en las que en igual forma como viene ocurriendo con las instituciones bancarias, restringen el uso de los teléfonos celulares en todas sus dependencias abiertas al público, las medidas limitativas de los derechos fundamentales que hemos mencionado líneas arriba se justifican mucho menos, pues en dichas dependencias del Estado no se custodian valores ni se realizan operaciones financieras en las que se haga uso de grandes sumas de dinero. Así, la SUNAT no podría alegar que con ello protege la reserva tributaria que el artículo 2 inciso 5 de la Constitución garantiza, pues no habría forma de que ésta pudiese verse vulnerada por el sólo hecho de que un ciudadano hable por teléfono, ni la SUNARP podría alegar válidamente que en sus locales se realizan pagos de tasas administrativas por la realización de trámites diversos, puesto que al igual como lo hace cualquier supermercado que recibe dinero se sus clientes, es su obligación adoptar los mecanismos necesarios para que los caudales se mantengan seguros sin que para lograrlo se tenga que afectar los derechos de quienes utilizan sus servicios.

Si bien las razones que podrían esbozar los Bancos para justificar las limitaciones que unilateralmente vienen imponiendo a sus usuarios, serían de mayor peso que las que podrían tener las otras instituciones públicas antes mencionadas, por igual no se justifican, en razón a que la mayor carga para disminuir cualquier riesgo o conjurar el peligro que podrían correr sus caudales, o la integridad de sus clientes, tendría que ser asumida por ellos en tanto prestadores del servicio, ya sea contando con un mayor número de cámaras de vigilancia, personal de seguridad fuertemente armado, alarmas y sensores, etc., todo ello en aras de mantener incólume el derecho del público a expresarse y comunicarse libremente. Dicho  esto mismo en otros términos, podríamos concluir en que los ciudadanos no tienen porqué verse privados de sus libertades ni sacrificar sus derechos fundamentales más elementales por mantener incólume el patrimonio de las instituciones bancarias. En abono de nuestra tesis, sólo bastaría con alegar el principio pro libertatis como uno de los criterios esenciales al momento de determinar hasta dónde puede llegar una restricción  en el ámbito de la libertad individual. Universalmente las corrientes a favor de los Derechos Humanos más por el contrario propugnan un avance progresivo y expansivo de las libertades públicas en vez de optar por restringirlas.

Las restricciones al uso de teléfonos celulares dentro de una institución bancaria implican una vulneración  a las libertades de expresión y de comunicación reconocidos en los incisos 4) y 10) del artículo 2° de la Constitución. Del mismo modo, estos derechos se encuentran protegidos por  instrumentos internacionales de los que el Perú es parte. Así, tenemos que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en relación a la libertad de expresión, establece en su artículo 19 inciso 2 que [….] “Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”. Por su parte, la Convención Americana sobre Derechos Humanos respecto a la libertad de expresión prescribe en su artículo 13° inciso 3) que [….] “No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”. 

Del mismo modo, en el caso de la prohibición de ingresar a un local bancario con gafas oscuras y gorros, el grado de intervención al libre desarrollo de la personalidad y autonomía de la voluntad, consistente en vestirse como cada quien quiera hacerlo, no se justifica de modo alguno, más aun cuando podrían haber medios alternativos para evitar la restricción. Bastaría con hacer un mínimo examen de razonabilidad y proporcionalidad de dicha medida para llegar a la conclusión de que se trata de una restricción carente de sentido y por encima de todo manifiestamente inconstitucional,  pues ninguna institución privada que presta servicios al público puede válidamente imponer reglas sobre la forma de vestir del público usuario afectando con ello el derecho que todos tenemos al libre desarrollo de nuestra personalidad y que se encuentra reconocido en el artículo 2 inciso 1 de la Constitución vigente. Del mismo modo, tal limitación implicaría una clara intromisión en la esfera privada de la vida de las personas que está proscrita por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Art. 17 inciso 1) y por la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Art. 11 inciso 2).  Aun cuando la restricción que es este sentido vienen imponiendo algunas instituciones bancarias posiblemente están destinadas a evitar que los delincuentes que realicen reglajes al interior de sus locales no  puedan ser debidamente captados por las cámaras de seguridad y posteriormente identificados, sin duda en muchos casos representaría un exceso puesto que impediría que alguien se cubra la cabeza porque desea ocultar a los demás algún defecto físico o en el caso de los las gafas oscuras sencillamente proteger sus ojos por alguna razón atendible. 

Sería válido especular qué sucedería que en un futuro cercano se impidiese que una mujer musulmana ingrese a una sede bancaria cubierta por una burka que apenas permita ver sus ojos  bajo las mismas razones que hoy se esgrimen para prohibir que se ingrese con gafas oscuras y gorros. En ese eventual caso, nos encontraríamos ante una clarísima injerencia a la libertad de creencias religiosas y al derecho que todos tienen de obrar conforme a ellas, puesto que para una mujer islámica sería sumamente grave verse expuesta a la mirada de los demás, en tanto que permitirlo está considerado como una ofensa a Alá que contraviene las enseñanzas del Corán. Podría en ese caso tener mayor peso el valor seguridad pública que la libertad religiosa?. Sin duda se trata de una pregunta válida que habría que responder a la luz de la doctrina y la jurisprudencia, pero que por las razones anteriormente expuestas no es posible absolver aún.

VI. Las necesidades de preservar las libertades públicas esenciales en los locales abiertos al público.

Hoy en día no cabe discusión alguna respecto a la necesidad de proteger y preservar los derechos fundamentales y las libertades públicas como condición esencial para la vigencia de un verdadero Estado Constitucional de Derecho, y en ese sentido el respeto irrestricto a las mismas constituye un reto permanente frente a las medidas limitativas que en aras de mantener la seguridad ciudadana se van imponiendo en mayor o menor medida. Si tal como ya lo habíamos señalado, las posibilidades de imponer restricciones al ejercicio de los derechos fundamentales se ven notoriamente disminuidos en los locales abiertos al público, siendo razonables únicamente aquellas que sean indispensables para permitir el ejercicio de otros derechos en juego, estas limitaciones deben justificarse plenamente puesto que no pueden ser adoptadas en forma arbitraria sin tener en cuenta el grado de intervención en la esfera de libertad del individuo que se ve afectado con ellas. En cualquier caso, el derecho constitucional no admite restricciones ni limitaciones irrazonables, más allá de que cuenten o no con sustento constitucional o legal.

La norma recogida en el artículo 2 inciso 24), literal “b” de la Constitución vigente establece claramente que la esfera de libertad sólo puede ser recortada, limitada o restringida en los casos previstos por la ley. De allí que algunas manifestaciones de la libertad como por ejemplo ocurrió con la libertad de fumar, fue recortada drásticamente en aras de preservar la salud de los demás, pero para lo cual hizo falta recurrir a una ley expedida por el Poder Legislativo. Somos de la opinión de que si algún lugar abierto al público hubiese pretendido imponer la misma restricción por su cuenta y sin respaldo de norma legal alguna, se hubiese enfrentado a no pocos problemas, más allá de la evidente inconstitucionalidad de la medida limitativa.

Ahora bien, es indudable que algunas libertades pueden ser limitadas por razones y motivos plenamente justificables y por la necesidad de preservar otros derechos, libertades y bienes jurídicos constitucionalmente protegidos, como lo puede ser el impedimento para que una persona en total estado de ebriedad ingrese a un concierto sinfónico, o aborde un bus de transporte público o un avión comercial. Lo mismo ocurriría con las prohibiciones para entrar a un centro de diversión con armas de fuego, más aun cuando en este particular caso la libertad de reunión que la Constitución consagra condiciona su ejercicio a que sea pacífica y sin armas.     

VII. Conclusiones y reflexiones finales.

Es un hecho que las medidas restrictivas adoptadas por la totalidad de las instituciones bancarias y financieras y algunas instituciones públicas en sus locales abiertos al público no tienen sustento constitucional ni mucho menos legal, excepto la prohibición establecida por ley de fumar en lugares públicos. Por lo tanto, la prohibición de usar radios o teléfonos celulares o llevar puestos gorros o anteojos oscuros involucra una grave afectación a los derechos fundamentales de la persona que tanto la Constitución como los tratados sobre Derechos Humanos garantizan.

Si bien la doctrina admite la posibilidad de que algunos derechos fundamentales puedan ser restringidos cuando entran en conflicto con otros derechos, valores o bienes constitucionales, ello no autoriza a que los particulares adopten medidas limitativas por su propia iniciativa, sino que, frente al conflicto ya suscitado, sea el órgano jurisdiccional competente el que determine hasta que punto puede materializarse la restricción, utilizando para ello el juicio de ponderación de los derechos en juego.

Sin embargo, debemos partir de la premisa de que en los casos analizados no estamos ante reglas inconmovibles, sino ante principios constitucionales que eventualmente pueden ser objeto de limitaciones con el objeto de hacer posible la concreción de otros derechos o valores constitucionales. Empero, las restricciones necesariamente tendrían que tener una base legal que las sustenten, tal como ya ha ocurrido con otras medidas limitativas impuestas mediante normas legales.

Debe quedar en claro que, no obstante lo antes señalado, aun en el supuesto caso de que se tuviese que someter el conflicto entre derechos fundamentales y bienes constitucionalmente protegidos a un juicio de ponderación, es improbable que las medidas restrictivas logren superar los test de idoneidad y de necesidad, pues en gran parte las razones esgrimidas para imponer las limitaciones carecen de justificación racional, siendo en todo caso una obligación de las instituciones involucradas encontrar salidas menos gravosas para conjurar cualquier peligro que eventualmente pudiese representar el hacer uso de un teléfono celular al interior de una entidad bancaria o una dependencia pública o ingresar a ellas provisto de gafas oscuras o gorros.

Independientemente de la evidente afectación a los derechos y libertades constitucionales que las restricciones que hemos descrito significan, también se encuentra en tela de juicio el deber especial de protección que el Estado tiene respecto de los ciudadanos, garantizando el respeto a sus derechos fundamentales y la plena vigencia de los mismos. Si permitiésemos que cada día se impongan nuevas restricciones  a nuestros derechos y libertades fundamentales, los principios que inspiraron a los franceses en la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y a los americanos en la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 1776, no serán más que simples frases carentes de todo contenido, subyugándose a los intereses de quienes pretenden asegurar su patrimonio a costa de las libertades de quienes utilizan sus servicios. Es por lo tanto un imperativo que en todos estos casos el derecho y los principios y valores constitucionales se impongan en defensa de las libertades públicas, más allá de los argumentos desprovistos de todo sentido y racionalidad.

Finalmente, ante un tema tan polémico como el aquí abordado, sin lugar a dudas competerá a la justicia constitucional, esencialmente a la emanada de nuestro Tribunal Constitucional, llegado el momento, determinar y establecer hasta qué punto las medidas y restricciones que hoy en día se imponen a los usuarios de los servicios que brindan las instituciones bancarias y algunas dependencias de la administración estatal, pueden considerarse válidas y legítimas desde un punto de vista constitucional y a la luz de los derechos que proclaman los tratados sobre Derechos Humanos.   


[1] PRIETO SANCHIS, Luis. Estudios sobre derechos fundamentales. Editorial Debate. Primera edición 1990. Pag. 82.
[2] DE DOMINGO PÉREZ, Tomás. Los Derechos Fundamentales en el Sistema Constitucional. Teoría General e Implicaciones Prácticas. Palestra editores. Primera edición 2010. pag. 19
[3] Ob cit. Pag. 21
[4] PRIETO SANCHIZ, Luis. Derechos Fundamentales neoconstitucionalismo y ponderación judicial. Primera edición 2002, Palestra Editores. Pags.45,46. 
[5] CARPIOS MARCOS, Edgar. La interpretación de los derechos fundamentales. Primera edición 2004, Palestra Editores. Pag. 80
[6] BRAGE CAMAZANO, Joaquín. Los Límites a los Derechos Fundamentales. Dykinson. Madrid. Pag. 35.
[7] ALEXY, Robert. Teoría de los Derechos Fundamentales”. CEC. Madrid, 1993, Pag. 151.
[8] Ob Cit. Pag. 78.
[9] BOROWSKI, Martín. La estructura de los derechos fundamentales. Universidad Externado de Colombia. Primer edición, 2003. Pags. 66 a 69.
[10] HERNÁNDEZ VALLE, Rubén. Derechos Fundamentales y Jurisdicción Constitucional. Jurista Editores. Primera edición 2006. Pag. 39.
[11] BERNAL PULIDO, Carlos. El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales. Centro de estudios políticos y constitucionales. Madrid, 2003. Pag. 686, 687 y ss.